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Caminar... simple leit-motiv de la mirada. Las imágenes como compuertas de las sensaciones, el paisaje como la excusa para una excursión por las entrañas. Presuntuosos relieves y sutiles remansos, bellísimos, impactantes cuadros de colores y tamaños que abrazan y cargan los sentidos... sobrepoderosas acciones de la naturaleza, súbitas manifestaciones de la causalidad que pese a su dimensión y originalidad no valen más que como reactores sígnicos, desencadenadores de infinitos pensamientos, cogniciones que sólo pueden ser de carne y hueso. No hay viaje más enriquecedor que el de explorar en un espejo... laberintos inmortales del azogue, sólo esas formas son las que pueden abrir de par en par los portales sensitivos. Hasta la maravilla más preciosa se vuelve una extensión limitada de papel pintado frente a los misterios irremisibles de la naturaleza humana.
Caminar horas y horas sin rumbo alguno, sin mayor destino que el de las intuiciones fisonómicas. La frustración ante una silueta que se parece y que no es, sin embargo, más que un rostro anónimo, olvidable. La persecución tenaz de una sonrisa insinuadora hasta el hallazgo de un perfil gratificante que termina siendo un mero adorno, mínima parafernalia de las plastificaciones. Caminar así, persiguiendo las sombras, los ecos. Buscar la sustancia de las cosas buscando hallar la subjetividad en cada uno de los objetos. Mirar, buscar, desear, perseguir: excusas propulsoras del espíritu, energía que explica la ulterior causa del movimiento de los materiales lógicamente consolidados y dispuestos.
De pronto soy yo, me reconozco en la apreciación de lo que rodeándome afirma no soy. Así, en esa distancia, en esa taxonomía de la conciencia, se establece también la carencia, el no soy que implica el deseo ser, el seré yo. Inmerso en la danza de las formas, en el desconocimiento del derredor, ahí, en cada circunloquio de los cuerpos extraños e impropios me reconozco a mí mismo en el reconocimiento de eso que no tengo. Pierdo entonces el sentido de la posesión, el no soy está en mí como deseo, como posibilidad del ser, el soy yo no es más que la incomplitud, la necesidad del derredor. Pienso: mi única posesión es esa carencia y eso de lo que carezco se convierte en mi deseo, el querer ser. El soy y el no soy se unen a través de la amalgama del deseo, la añoranza dolorosa de totalidad.
Así, todo ese derredor, ese no yo, se convierte en el magma que alimenta las cepas de los volcanes, en el generador de la energía que moviliza mis sistemas, el ente axiomático que aprieta con su yugo carnal el débil espacio de mi alma. Y yo mismo, último vestigio de posesión, me vuelvo el testigo presencial de la eclosión de mi mirada. Ver, catar, descubrir: penetrar en las superficies hasta hallar la pequeña belleza de las cosas.
La insignificante belleza de las cosas, la médula última de su propia existencia. Ahí está, disolviéndose en cada roce, consumiéndose en la repetición de los choques. Ahí se ve, en cada gesto hay un poco, en el gracioso ritmo de las personalidades, en las gesticulaciones, ahí, en el compás armonioso de los trazos y en la longitudinalidad de las extremidades o en la desproporción de las circunferencias; en el ligero movimiento de las telas que descubre nuevas telas, jugando el inquietante vaivén de las protecciones. Ahí, donde los materiales se vuelven fetiches de nuestros recuerdos. Está ahí, en cada frame en que se hace foco.
Y los cuerpos danzan precipitadamente por el espacio, como intentando escaparse de nuestros ojos, corriendo despavoridos de nuestras manos... pero no como si hubiera odio o temor en sus actos, sino sólo una forma de obediencia: un modo de mantener las necesarias distancias que separan las almas. Es como si ellos jugaran a ser los encargados de proteger las fortalezas, defender las corazas que hay que destruir para poder apreciar lo que realmente importa: la sensible magia de la conciencia.
Es la belleza, ese fino fetiche de divinidades, trivial apego de totalidad! Cuántas desesperadas formas te pululan, desde adentro y desde afuera, cuánta vida emerge de la bruma de tus colores, naciendo y muriendo como destellos. Qué enceguecedores son los unos y los otros, tan irrepetibles y vulgares, tan insignificantes y magnánimos. Belleza, eres como el instante, mueres constantemente pero existes, siempre... nunca eres uno, sino lo múltiple, lo que nunca volverá a ser y siempre existirá.
Y en la postrimería de la conciencia, cuando la mirada ya no sólo atraviesa el horizonte, sino que ella misma es horizonte y se desdobla. Ahí, en medio de tanto borboteo tifo de almas, descubro que ya no me pertenezco y que soy más bien como el ojo del huracán que desde la calma observa las ráfagas de viento y las partículas en ebullición. El caos sobreimpreso en el verbo de la velocidad... un flujo hecho añicos que se integra en movimientos centrípetos. Igual que si el cosmos buscara de un momento a otro centrarse sobre mi espalda, la presión se hace tal que mi piel se desgarra bajo el peso de tantas formas exacerbadas y se sienten las rocas ardientes en los ojos, el volcán de mi simiente y las tripas retorciéndose de angustia, de tanta belleza despedazada, de tantos fragmentos desintegrándose frente a mí, haciéndoseme impalpables...
Grito: “Tanta belleza que desaparece para siempre de mí, tanta perfección que se me escapa y que no volveré a recordar! Tanta belleza que muere en mí y no hay torniquete que pueda detener!”
Siento que me desangro en esta herida abierta que es el deseo, la voracidad de vivir...
Te veo belleza, te veo, y no es más que el maldito velo de este lado del cielo. Te veo, pero aquel que no es cuerpo es el que finalmente te encuentra, el que te intuye, reconociéndote como un antiguo conocimiento. Belleza, verte es como encontrar aquella sombra perdida, sentir el dolor de ver los ecos reflejados en el espejo. Qué tortura es viajar en este desierto donde cualquier vestigio de nuevos alfabetos no tiene más verdad que el de un espejismo! Pérfido oasis del insomnio, quiero beber tus manantiales y llenarme la boca de arena y desierto.
Dulce tortura que añoro, no sabes de qué modo ansío el frío chasquido de tu flagelo sobre mi cuerpo. Dulce imposibilidad, mezo tu indiferencia en el altar de mi mirada y veo como te me escapas prolongando histéricamente el suspiro, como el látigo se prolonga sobre la yaga. No te perseguiré, no te acosaré con mis pululantes manos obsesas, no, no habrá más sangre ni ofensas. Te dejaré escapar, sufriré el mortal olvido de tu perfecto trazo y sabré aceptar lo que eres, sólo deseo. Dulce imposibilidad que me torturas, en esta incompletitud está mi goce!
Pareciera, al fin, que soy esto... un eco del deseo, un grito que se desgarra infinitamente, manteniéndose bajo el silencio, impidiendo paz o estancamiento, impidiéndose a sí mismo detener el insoportable fluir de los ecos. Sé, ahora, que nunca conoceré la muerte... El día que mi cuerpo se detenga, me volveré un alma en pena, un habitante de los límites y las indefiniciones que no es aire ni puede volver a ser tierra, sino que permanece siempre en el mismo estado, buscando concretar la imposibilidad de sus sueños.
Caminar horas y horas sin rumbo alguno, sin mayor destino que el de las intuiciones fisonómicas. La frustración ante una silueta que se parece y que no es, sin embargo, más que un rostro anónimo, olvidable. La persecución tenaz de una sonrisa insinuadora hasta el hallazgo de un perfil gratificante que termina siendo un mero adorno, mínima parafernalia de las plastificaciones. Caminar así, persiguiendo las sombras, los ecos. Buscar la sustancia de las cosas buscando hallar la subjetividad en cada uno de los objetos. Mirar, buscar, desear, perseguir: excusas propulsoras del espíritu, energía que explica la ulterior causa del movimiento de los materiales lógicamente consolidados y dispuestos.
De pronto soy yo, me reconozco en la apreciación de lo que rodeándome afirma no soy. Así, en esa distancia, en esa taxonomía de la conciencia, se establece también la carencia, el no soy que implica el deseo ser, el seré yo. Inmerso en la danza de las formas, en el desconocimiento del derredor, ahí, en cada circunloquio de los cuerpos extraños e impropios me reconozco a mí mismo en el reconocimiento de eso que no tengo. Pierdo entonces el sentido de la posesión, el no soy está en mí como deseo, como posibilidad del ser, el soy yo no es más que la incomplitud, la necesidad del derredor. Pienso: mi única posesión es esa carencia y eso de lo que carezco se convierte en mi deseo, el querer ser. El soy y el no soy se unen a través de la amalgama del deseo, la añoranza dolorosa de totalidad.
Así, todo ese derredor, ese no yo, se convierte en el magma que alimenta las cepas de los volcanes, en el generador de la energía que moviliza mis sistemas, el ente axiomático que aprieta con su yugo carnal el débil espacio de mi alma. Y yo mismo, último vestigio de posesión, me vuelvo el testigo presencial de la eclosión de mi mirada. Ver, catar, descubrir: penetrar en las superficies hasta hallar la pequeña belleza de las cosas.
La insignificante belleza de las cosas, la médula última de su propia existencia. Ahí está, disolviéndose en cada roce, consumiéndose en la repetición de los choques. Ahí se ve, en cada gesto hay un poco, en el gracioso ritmo de las personalidades, en las gesticulaciones, ahí, en el compás armonioso de los trazos y en la longitudinalidad de las extremidades o en la desproporción de las circunferencias; en el ligero movimiento de las telas que descubre nuevas telas, jugando el inquietante vaivén de las protecciones. Ahí, donde los materiales se vuelven fetiches de nuestros recuerdos. Está ahí, en cada frame en que se hace foco.
Y los cuerpos danzan precipitadamente por el espacio, como intentando escaparse de nuestros ojos, corriendo despavoridos de nuestras manos... pero no como si hubiera odio o temor en sus actos, sino sólo una forma de obediencia: un modo de mantener las necesarias distancias que separan las almas. Es como si ellos jugaran a ser los encargados de proteger las fortalezas, defender las corazas que hay que destruir para poder apreciar lo que realmente importa: la sensible magia de la conciencia.
Es la belleza, ese fino fetiche de divinidades, trivial apego de totalidad! Cuántas desesperadas formas te pululan, desde adentro y desde afuera, cuánta vida emerge de la bruma de tus colores, naciendo y muriendo como destellos. Qué enceguecedores son los unos y los otros, tan irrepetibles y vulgares, tan insignificantes y magnánimos. Belleza, eres como el instante, mueres constantemente pero existes, siempre... nunca eres uno, sino lo múltiple, lo que nunca volverá a ser y siempre existirá.
Y en la postrimería de la conciencia, cuando la mirada ya no sólo atraviesa el horizonte, sino que ella misma es horizonte y se desdobla. Ahí, en medio de tanto borboteo tifo de almas, descubro que ya no me pertenezco y que soy más bien como el ojo del huracán que desde la calma observa las ráfagas de viento y las partículas en ebullición. El caos sobreimpreso en el verbo de la velocidad... un flujo hecho añicos que se integra en movimientos centrípetos. Igual que si el cosmos buscara de un momento a otro centrarse sobre mi espalda, la presión se hace tal que mi piel se desgarra bajo el peso de tantas formas exacerbadas y se sienten las rocas ardientes en los ojos, el volcán de mi simiente y las tripas retorciéndose de angustia, de tanta belleza despedazada, de tantos fragmentos desintegrándose frente a mí, haciéndoseme impalpables...
Grito: “Tanta belleza que desaparece para siempre de mí, tanta perfección que se me escapa y que no volveré a recordar! Tanta belleza que muere en mí y no hay torniquete que pueda detener!”
Siento que me desangro en esta herida abierta que es el deseo, la voracidad de vivir...
Te veo belleza, te veo, y no es más que el maldito velo de este lado del cielo. Te veo, pero aquel que no es cuerpo es el que finalmente te encuentra, el que te intuye, reconociéndote como un antiguo conocimiento. Belleza, verte es como encontrar aquella sombra perdida, sentir el dolor de ver los ecos reflejados en el espejo. Qué tortura es viajar en este desierto donde cualquier vestigio de nuevos alfabetos no tiene más verdad que el de un espejismo! Pérfido oasis del insomnio, quiero beber tus manantiales y llenarme la boca de arena y desierto.
Dulce tortura que añoro, no sabes de qué modo ansío el frío chasquido de tu flagelo sobre mi cuerpo. Dulce imposibilidad, mezo tu indiferencia en el altar de mi mirada y veo como te me escapas prolongando histéricamente el suspiro, como el látigo se prolonga sobre la yaga. No te perseguiré, no te acosaré con mis pululantes manos obsesas, no, no habrá más sangre ni ofensas. Te dejaré escapar, sufriré el mortal olvido de tu perfecto trazo y sabré aceptar lo que eres, sólo deseo. Dulce imposibilidad que me torturas, en esta incompletitud está mi goce!
Pareciera, al fin, que soy esto... un eco del deseo, un grito que se desgarra infinitamente, manteniéndose bajo el silencio, impidiendo paz o estancamiento, impidiéndose a sí mismo detener el insoportable fluir de los ecos. Sé, ahora, que nunca conoceré la muerte... El día que mi cuerpo se detenga, me volveré un alma en pena, un habitante de los límites y las indefiniciones que no es aire ni puede volver a ser tierra, sino que permanece siempre en el mismo estado, buscando concretar la imposibilidad de sus sueños.
Rodrigo Conde
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