El olor de las sombras



Cuando era chico vivía en una casa de los suburbios que tenía mucho parque. En esa época no estaba tan poblado el barrio ni había tantas luces, por las noches se podía ver mucho mejor las estrellas y si apagaban la luz en las casas contiguas la oscuridad era absoluta en el fondo del patio. Como todo niño le tenía miedo a la oscuridad, pero como no quería ser un cobarde, me ponía a prueba a mí mismo y, tomando coraje, me adentraba en el fondo del parque, en medio de una oscuridad total. Me quedaba ahí parado, mirando para todos lados, repitiéndome “no hay nadie, no hay nadie”, una y otra vez. Yo me convencía de que no había nadie, pero aún así, algo en mí interior me decía que en esa oscuridad absoluta algo me observa. Por eso era importante para mí no sentir miedo o, mejor dicho, sentir miedo pero no amedrentarme, sentir miedo pero aún así hacerle frente a esa oscuridad.
Después de estar un rato solo en el parque volvía a la casa, intranquilo por esa oscuridad que me observaba pero al menos satisfecho de haber podido enfrentar mis miedos. Hice eso muchas veces, pero con el paso de los años las luces de la ciudad fueron quitándole terreno a la oscuridad y ya después era casi imposible que el parque quedara totalmente a oscuras.
Aún así, seguí sintiendo que, donde había oscuridad o sombras, se ocultaba algo que me observaba, vigilándome siempre. Durante mi adolescencia muchas veces vi sombras que recorrían el parque de mi casa durante el día, como emisarios de la oscuridad, como espías de la noche... Así ocurría que, en plena tarde de verano con un sol radiante en el cielo, yo veía los largos dedos de las sombras merodeando el patio de la casa, queriendo meterse por las ventanas. Mi madre las veía también, pero ambos guardábamos silencio y hacíamos como si no pasara nada, aunque se nos hacía difícil sonreír en esas tardes. 
Creo que en invierno las sombras se sentían más fuertes, porque era cuando más lejos llegaban: amparadas por el frío y el cielo gris, vigilaban toda la tarde la ventana y, cuando sentían que era el momento adecuado, se metían en la casa, escondiéndose por ahí. Si nosotros estábamos tristes les gustaba aparecerse en nuestras habitaciones, acechando tranquilas, pacientes. Nunca se acercaron a mi cama, nunca me tocaron, se contentaban con verme. He sentido sus pasos y sus perfumes, he intuido sus movimientos, su presencia, siempre vigilándome de cerca, pero sin tocarme. Quizá mi madre no tuvo mi suerte y por eso a veces la encontraba totalmente callada, en silencio, muerta de frío, como si la hubiera atravesado un viento helado.
Así viví muchos años en esa casa, acechado por la oscuridad. Mentiría si dijera que le perdí el miedo. El miedo se te mete en los huesos, como el gusano en la manzana: por fuera está roja y reluciente, pero tiene un gusano que la va devorando por dentro. Aprendí a vivir con el miedo y aunque nunca pude vencer la oscuridad, cuando me alejé de esa vieja casa en los suburbios dejé de ver esas sombras. Fui viviendo en otras casas donde la oscuridad estaba vacía y no presentía miradas vigilantes, ni sombras frías, ni ruidos extraños ni aromas sin explicación. 

“Las sombras me vigilan, merodean mi casa, se entrometen en mis sueños... pero yo no tengo miedo, voy por un camino de luz, donde las sombras no pueden tocarme”.

Pasé muchos años sin ver esas sombras, pero siempre he estado atento y me es difícil adentrarme en algún lugar oscuro y no pensar: “¿estarán aquí?, ¿habrán vuelto?”. Se que no se fueron así nomás, sin haber conseguido algo de mí. Sé que después de tantos años viviendo bajo el acecho de las sombras, algo de las sombras ha quedado en mí, no han podido tocarme, pero me dejaron algo de su hedor. Es como si las sombras se hubieran alojado en algún rincón de mis entrañas y se quedaran ahí, esperando. Hay días de primavera que se ponen gris de pronto, un viento helado sopla en las calles y la gente, desabrigada, empieza a temblar. Hay veces que me pongo profundamente triste, escucho música lenta y pierdo las ganas de salir al sol, no sé, pero es como si algo me ensombreciera por dentro y me parezco a mi madre en esas tardes en las que se quedaba quieta, con la mirada perdida, completamente en silencio.
Más allá del temor a las sombras o las sombras en sí, he vivido contento dos de cada tres días de mi vida y he disfrutado del viento con gusto a mar, de la hierba verde del campo, de los tonos rubí intenso en la copa de cristal, de la suavidad y la sal de un cuerpo de mujer. He vivido de tal forma que el recuerdo de las sombras se ha vuelto cada vez más pequeño en mi memoria.

Pero ahora algo ha cambiado, de golpe se acabó la tranquilidad en el campo de batalla. Estoy sintiendo de nuevo el olor de las sombras, el maldito siseo de sus pasos... Yo sé por qué vienen, lo sé perfectamente. Ahora son ellas las que temen, saben que se desvanece la oscuridad que hay dentro de mí, se está yendo el líquido negro que dejaron en mis entrañas, ese veneno de sombras.
Hace tiempo que no me pongo triste ni escucho música lenta ni se ennegrece mi cielo primaveral. Hace tiempo que no tengo frío ni me invaden sórdidos augurios ni me ataca la soledad.

“Desde que tú estas a mi lado el verano efervesce en mi corazón, se ponen fuertes los tallos de mis sueños, crecen flores en mis pensamientos y hasta mi noche se ha llenado de luz”...

Ahora las sombras están rabiosas, saben que ya no estaré solo y que nunca más podrán volver a mí. Saben que se están secando sus larvas negras y que sus hierbas ya no tienen raíces en mi interior. 
Dan vueltas alrededor de la casa y las veo andar nerviosas de un lado a otro, les abro la ventana invitándolas a enfrentarme, pero ahora son ellas las que me temen, ya no estoy solo, la luz ha crecido en mí. Me he convertido en un hombre fuerte que no teme a la oscuridad, me he quedado con el gobierno de mi alma y avanzo firme en un carro tirado por los caballos de mis sueños, que no le temen a la adversidad.
La soledad era como un parásito que alimentaba las sombras de mi corazón, la tristeza era como el azúcar que le daba de comer a ese gusano y yo sentía como algo malo iba creciendo en mi interior. Pero desde el momento en que no estoy solo y que sé que siempre me acompañará, siento que hay belleza adentro mío, que son más fuertes los indicios de la luz y que algo bueno deber haber en mí que es digno de amar...

“Desde que tú estas a mi lado no me importa que tan densa sean las sombras, aunque la noche ennegreciera completamente el camino, yo sabría a donde ir, porque hay luz desde que tú estás junto a mí”...




Rodrigo Conde

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