Esclavos



Nos despertamos en mitad de la noche, sudados, por un sueño que no podemos entender. Hay imágenes que no se van de nuestra mente y es tan persistente el recuerdo que parece que aun sentimos los olores y el gusto en la boca. Todas las noches esas imágenes entran a nuestra cama y dormimos revolcándonos entre las más diversas figuras, haciendo que los sueños sean como un lodo tibio en el que vamos hundiéndonos.
Durante el día andamos distraídos, buscando esos fantasmas, esos espejismos, esos perfumes que se desvanecieron por la mañana. Buscamos entre la multitud creyendo ver rostros conocidos en cualquier sitio, miramos hacia todos lados buscando unos ojos que respondan a nuestra mirada. No podemos hacer otra cosa más que buscar, siempre buscar, sin paz. 
El deseo no descansa, está siempre en vigilia. El deseo es como un carbón ardiendo en el pecho, por fuera esta negro e inerte, pero al apoyar el dedo vemos como sale el humo y como se quema la piel. El deseo es un fuego que nunca se apaga, que arde como la brea, día y noche, fustigándonos con fabulosas fantasías, con sueños de oro escondido en las cavernas. 
Vivimos atormentados por los deseos que poco a poco van tomando el control del corazón. Son como el magma oculto en la montaña, consumiendo sus rocas, desgarrando sus entrañas. El magma hace temblar la estructura de nuestro cuerpo, que se va derritiendo en las más dulces erupciones. Así ocurre que las rocas aplastan las casas, el humo mata a los niños y después la lava lo consume todo, las cosechas, los caminos, lo tierno, lo dulce, lo sano.
Creo que hay muchos que estamos enfermos, la lava es un cáncer que se apodera de nuestros órganos y los corroe poco a poco. “Deseo, deseo, deseo”, balbuceas mientras duermes. “Deseo, deseo, deseo”, dices cuando estás despierto. Avanzas por la ciudad señalando con el dedo, en todas direcciones, a todo momento. Si tuvieras crédito ilimitado en la casa de los dulces te lanzarías a sus almacenes, devorando sin parar todas las golosinas hasta que te reviente el estomago. Así funciona el deseo.
Por mi parte, me he hecho amigo de cuanto adicto he conocido: cocainómanos, alcohólicos, heroinómanos, marihuaneros, opiómanos, pastilleros… Los entiendo a todos, comprendo lo que les pasa porque es lo mismo que me pasa a mí. Tenemos el mismo mal, sólo cambia el objeto de nuestro deseo. Lo importante es que haya algo que nos controle y nos quite el peso de tener que elegir. Existe una forma de placer inherente al hecho de ser esclavo, que sólo puede explicarse en lo agotador que es ser siempre amo. “El dolor y la destrucción no importa, el placer está en que el alma se libera”, me dicen ellos. Y yo les creo. 
Somos esclavos de las cosas que más deseamos. Desear es atarse y dejar nuestra voluntad en manos de esos caballos que nos arrastran. Lo paradójico es que cuanto más lo hacemos, cuanto menos tenemos que llevar las riendas, más libremos nos sentimos. Ya no es culpa nuestra, ya no es nuestra decisión, nos dejamos llevar por el destino para que él decida (y se equivoque) por nosotros. El placer se retroalimenta así con esa otra forma de placer que es abandonar la voluntad. 
A veces somos como gigantes, cada paso que damos implica levantar un gran peso y cada trecho que avanzamos se hace agotador, donde pisamos quedan marcas que tardan mucho en borrarse y si no nos damos cuenta, podemos destruir todo a nuestro alrededor. Nuestros actos implican una gran responsabilidad y nuestros deseos conllevan un castigo, una culpa, una pena. Dentro de nosotros siempre hay un volcán a punto de explotar, le echamos rocas encima y deberes y moralidades y temores, pero el magma está ahí, quemándonos por dentro. Llega un punto en que lo mejor es simplemente dejarse gobernar y obedecer, no pensar más y permitir que el deseo nos arrastre al barranco al que nos quiera llevar. 
Como esclavo que soy de mis deseos, no importa cuanto pueda reflexionar, meditar o analizar, tarde o temprano caeré. Entonces tomo la jeringuilla cargada de blanco, aprieto el cordel, aguanto el pequeño pinchazo y me dejo caer, hasta el fondo del barro.



Rodrigo Conde

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