Las vírgenes del Marqués de Sade


“Toda la obra de Donatien Alphonse François
sólo es una apología del crimen”
Georges Bataille


Durante el invierno de 1774 Donatien Alphonse Francoise, más conocido como el Marqués de Sade, se encontraba en Italia, escapando de la persecución que se cernía sobre él, luego de haber estado involucrado en numerosos escándalos en la corte francesa, lo que le había valido el rechazo de la nobleza y especialmente el aborrecimiento de Mme. Montreuil, su suegra, que tenía una lettre de cachet que implicaba prisión incondicional por orden directa del rey. 
El escándalo que más enemistades le había generado y que peor fama le había dispensado era el ocurrido en Marsella en 1972, en el que se dice que organizó una orgía en el que participaron unas cuatro jóvenes prostitutas, que habrían sido intoxicadas por Sade con caramelos de cantárida, un insecto con propiedades afrodisíacas (que genera un fuerte hinchazón de la vejiga y priapismo, aunque consumido en grande cantidades produce envenenamiento y hasta la muerte). Luego de la orgía, en la que Sade había realizado actos tan excretables como hacerse azotar con una escoba, azotar él con la mano a una de las jóvenes o intentar insistentemente realizarle sexo anal, algunas de las prostitutas tuvieron mareos y vómitos negruscos, por lo que se acusó al Marqués de Sade de envenenamiento y sodomía, condenándolo a pena de muerte.
Había logrado escapar de esa condena refugiándose en Italia, pero luego de dos años del incidente y sin evidencias firmes de ninguna de las acusaciones, todavía lo seguían acosando. Su mujer, Renèe de Montreuil, era su principal defensora y cada cierto tiempo Donatien podía vivir con ella en el Castillo de Lacoste, mientras pasaba desapercibido de la justicia.
Durante una de esas temporadas con su esposa, en el invierno de 1974, es que sucedió uno de los pasajes más oscuros de la historia de la vida del Marqués de Sade. Ha querido Dios salvarnos de conocer los detalles escabrosos de lo acontecido en ese Castillo de Lacoste, un pequeño pueblo al sur de Francia, porque los diversos testimonios sobre el suceso no son precisos y muchas veces son contradictorios, quedando un velo de incertidumbre que imposibilitan un relato con historicidad.
Lo que se cuenta es que durante ese invierno Renèe contrata los servicios de seis adolescentes (cinco jóvenes muchachas y un muchacho), lo que ya parece bastante extraño, dada cuenta que eran demasiados criados para hacerse cargo solamente de ella y de Donatien. Lo siguiente que se sabe es que pasadas seis semanas una de las chicas acusa haber recibido malos tratos, ante lo que Renèe decide enviarla a la casa del abad de Sade -probablemente buscando que no se hagan públicas sus acusaciones- pidiéndole que la retenga allí el tiempo que le sea posible. También despide al resto de los sirvientes. La madre de Renèe, Mme. Montreuil, se entera del suceso y recomienda que se la ingrese en un convento para que “no continúe propagando calumnias”.
Aunque los rumores de este hecho llegaron a Lyon, nunca se iniciaron procesos judiciales ni se publicó ningún artículo en la prensa francesa, pero aún hoy se conserva correspondencia entre diferentes miembros de la familia hablando sobre el asunto. El Marqués de Sade nunca se ha referido en sus escritos a esta temporada en La Coste y todo lo que ha llegado a nuestros días son los rumores de diferentes biógrafos, que en el mejor de los casos se han basado en los propios rumores que le llegaban a ellos.
“Al hacer cábalas sobre las bacanales celebradas en La Coste durante esas semanas de invierno, sólo cabe remitirse a las coreografías realizadas en primeras fiestas del Marqués, así como a las proezas realizadas en los burdeles y preferencias de los nobles de la época: flagelación con látigo y azotes de tiras; una buena dosis de sodomía, tanto homosexual como heterosexual; unas cuantas penetraciones en cadena, en la que las participantes son lo bastante jóvenes para obedecer sin ofrecer resistencia. Hay que añadir otro elemento fundamental del erotismo que todavía no había quedado registrado en el repertorio sexual de Sade: el desfloramiento de cinco vírgenes”, así lo imagina Francine Du Plessix, un crítico literario contemporáneo, ganador del Premio Pulitzer.
Por mi parte, no caeré en el error de hacer confabulaciones tratando de adivinar lo que un hombre perverso como Sade podría haberle hecho a esas cinco criaturas virginales, que según algunos relatos son descriptas como “hermosas jovenzuelas que no superaban los 20 años, de una anatomía delicada poco apta para los labores domésticos”, que por su carácter tímido y dubitativo eran fáciles de doblegar por un hombre con la personalidad de Donatien, maestro del arte de la dominación…
Lo que si puedo hacer es traer a la memoria otro evento de la vida de Sade, que pese a estar en circunstancias diferentes, muestran como la pérfida mente del Marqués mantiene la misma lógica vital con el paso del tiempo y ante las mayores adversidades. La genialidad de un hombre bien podría medirse por la capacidad para cumplir sus deseos más allá de toda circunstancia desfavorable. Los últimos 13 años de su vida los pasó en el manicomio-cárcel de Charenton, tenía más de 70 años y arrastraba una obesidad mórbida junto con una progresiva ceguera. Uno de sus tantos biógrafos del siglo XX, Maurice Lever, cuenta la historia de la relación pedofílica que Sade mantuvo en esa época con la hija de 13 años de una de las enfermeras de Charenton, supuestamente a cambio de dinero. Una relación que se habría prolongado durante varios años.
Lever demuestra este vínculo basándose en un signo: Ø, que aparece en varios lugares del diario de Sade. Este pequeño redondel atravesado por una diagonal es un símbolo erótico relativo a la sodomía. A menudo el símbolo aparece asociado a números: “Por la noche, idea Ø a 116, 4 del año”, escribió Donatien el 29 de julio de 1807. Otras veces se asocia a personas: “Prosper viene con la idea ØØ. Es su tercera visita y la segunda de su criada, que forma Ø por primera vez” (15 de enero de 1808). Para sus notas de todo 1814 el signo se aplica exclusivamente al nombre Madeleine Leclerc, la niña de 13 años a quien Sade describe como una “tierna alelí que salva los tormentos de este pobre anciano, ella nada sabe de mi ignominioso pasado ni se apena de mi ruinoso presente, su complacencia se ha vuelto para mí como un terrón de azúcar en el desierto”.
Nosotros estamos lejos de las inclinaciones del autor de “Justine, los infortunios de la virtud”, que en su época fue considerada como “una espantosa novela en la que todos los delirios criminales se presentaban bajo la apariencia del amor”. También estamos lejos de la licenciosa vida de placeres y torturas del Marqués de Sade, pero igual compartimos la misma búsqueda que tienen los hombres de todos los tiempos: Cumplir nuestros deseos.
A Sade cumplir algunos de sus deseos, o tan sólo hablar de ellos, le ha valido años de persecución, desprecio, prisión y tortura, como una maldición que busca aleccionar a cualquier otro espíritu libre que quisiera emularlo. Quizá a nosotros, hombres civilizados del siglo XXI, cumplir nuestros deseos no nos implique pagar un precio tan alto. Aunque tampoco ninguno de nosotros tiene deseos de esa calaña, ¿verdad?

“En la profundidad de la noche donde las sábanas nos protegen de las miradas y amparan la tibieza de nuestro cuerpo ¿quién está libre de decir que no tuvo alguna vez un sueño sadiano? donde un coro de niñas se presentan en nuestra habitación, cantando dulcemente una tonta canción de adolescente, bajando cada vez más la voz hasta que su sonido se asemeja al de un jadeo casi imperceptible. Las niñas vestidas con túnicas blancas rodean nuestra cama y la poderosa luz de la luna -antes ausente- ahora alumbra a las niñas desde atrás, permitiéndonos ver el contorno de sus figuras, que aunque suaves y finas, señalan perfectamente el nacimiento de los senos, el hundimiento de la cintura y luego la voluptuosidad de las caderas, carnosas y pálidas. No tienen ropa interior ni ninguna otra tela más que ese halo de sombras claras que es la inverosímil túnica.
Las niñas quedan en silencio a la espera de la señal convenida, humedeciéndose los labios con una lengua nerviosa. Finalmente nuestra indicación llega, el dedo las señala y ellas, tímidas pero alegres, se adentran en nuestra cama, luego de quitarse las telas blancas. Una a una las cinco niñas se ubican en torno nuestro, mientras las otras que no han sido elegidas se retiran casi avergonzadas a sus aposentos, en el otro extremo del palacio, que parece que ahora poseemos.
Se siente el temblor de las niñas desnudas cuando se dan cuenta que han quedado solas ante nuestra presencia, su tímida sonrisa se borra ante nuestra mirada fulgorosa y sus manos, que se acomodaban sobre nuestro pecho, empiezan a alejarse, inquietas. Nuestra voz suena seca como el golpe del martillo de un magistrado, a cada retumbar le corresponde una orden que las niñas obedecen con diligencia.
Están dispuestas, una al lado de la otra, en la idéntica postura con la que andan las perras. Su piel reluce bajo la luz blanca que las baña, hasta que una sombra larga corta la habitación. Ellas saben lo que es y cierran los ojos, con una mezcla de miedo y excitación. Nuestra mano sostiene el cuero, cuya punta dejamos caer para que haga un chasquido contra el suelo”…
Pero todo es un sueño, nosotros estamos solos en la cama, abrazando un libro que ahora tiene las hojas dobladas y Donatien Alphonse François ha muerto hace doscientos años en el manicomio de Charenton.




Rodrigo Conde

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