Minotauro
Me la paso ordenando cosas, voy acomodando los pedazos de ciudad que ella va dejando tras de sí, sonriéndole a la gente para pedir disculpas, diciéndoles que tienen razón, que fue sin querer, que no va a volver a pasar, mientras me rio a carcajadas (por dentro) y corro sin dejar ni una moneda para pagar tantos destrozos.
Soy un organizador nato, ordenando en montículos diferentes cada trozo de sábana, cada rasguño de ropa, cada viruta de músculo, cada hálito, cada centímetro cúbico de sudor, cada líquido que exudamos, dulce o salado, porque todo es mágico, porque todo es mágico vale la pena conservarlo y ordenarlo.
Sus gritos no son comunes, no entran en sus cincuenta kilos, en esa garganta no caben tantas vocales, ni hay habitación que pueda contenerlos. Que no quepen en mis estantes no puede sorprenderme, que no aguanten el peso de tantas sensaciones es más que obvio, que se desbaraten los cajones donde intento acomodarlos y protegerlos es una consecuencia inevitable, no hay lugar donde encerrar tanta alma. Yo con mis catálogos incontables, con mis inventarios fructíferos de ventas y mis prósperos auspicios, ella ahí, el animal más salvaje de esta selva de hierro, que es siete veces más selva que la selva, ahí dueña de una bestialidad que ni ella entiende ni mucho menos puede domar. Domar, domar o matar... Veo al tigre, al jabalí o al toro venir hacia mí y yo tengo el machete en la mano, presto para nuestra autodestrucción, pero no, me niego al encierro, a la cadena. Me amigo con la bestia, lo que es amigarse con la propia bestia en mi interior y, aunque no se si algún día amaneceré con un tajo atravesándome la cara, no cedo ni un centímetro del territorio ganado... Seré aún más hermoso con cicatrices, porque las cicatrices nos embellecen: tonta y vulgar la belleza estéril de los vírgenes, que para arte sirven nomas!
Amo lo que me hace perder la cabeza, siete veces más de lo que desprecio lo ordinario. Si pudiera, mi casa sería un laberinto, por el sólo placer de devanarme los sesos para poder encontrar los muebles, para que cada acto cotidiano se vuelva extraordinario.
Por eso disfruto vivir en esta casa, difusa, ilimitada, donde me siento como en el laberinto de Dédalo. Lo extraño es que yo no sólo soy Teseo, también soy las siete vírgenes y los siete vírgenes dados para alimentar al Minotauro. Cada vez que lo cazo, cada vez que lo mato, hago un sacrificio, muero en su boca...
Al final de esta historia el laberinto quedará vacío, morirán los catorce vírgenes, Teseo y, claro, el Minotauro.
Rodrigo Conde
Comentarios
Publicar un comentario